Se estaba quedando helada.
Esperando bajo la lluvia, con esa absurda y romántica manía suya de quedar
junto a la estatua del insigne escritor en lugar de quedar en un bar, se estaba
empapando, por mucho paraguas de diseño o a pesar de eso, ya que era mínimo y
por el capricho de Santi de que en sus citas clandestinas llevara minifalda y medias con liguero.
Se estaba retrasando o era ella
quien quizás se había adelantado. Miró con nerviosismo su reloj y constató que así
era. Su ansiedad por el rencuentro había hecho que se acicalara a una hora bien
temprana y eso le estaba pasando factura. Necesitaba ir al baño, entre otras
cosas para retocarse el maquillaje. Ya no estaba segura del resultado, aunque
antes de salir de casa confirmara que estaba radiante.
Lucrecia o Lulú, como la llamaban
todos, subida en sus altos y finos tacones, paseaba a un lado y otro de la
plaza, siempre sin despegar los ojos de la estatua a la que daba nombre,
deseando verle aparecer.
Y Santi sin llegar…
Al otro lado de la plaza, un
hombre sentado en un pequeño velador de un café, miraba los paseos de la mujer
sin apartar sus ojos de ella.
Llevaba tanto tiempo siguiéndola
que estaba seguro de conocerla bien. Ahora ella se giraría, volvería a mirar la
hora en su muñeca y consciente del retraso de su amado, encendería un cigarrillo.
Durante ese breve espacio de tiempo, mientras el encendedor iluminaba su rostro
él podría volver a ver sus ojos, su pequeña y respingona nariz, sus jugosos
labios, la piel sonrosada de sus mejillas…
Cuando aceptó aquel trabajo
anodino, insulso y rutinario no se le ocurrió pensar, ni por lo más remoto, que
podría aficionarse tanto a su compañía y que incluso en noches como aquella
llegara a admitir que se había enamorado de Lulú.
En ocasiones, como ahora, soñaba despierto.
Pasaba el tiempo y el hombre al que esperaba Lulú le daba plantón, no aparecía, ni daba señales de vida y ella en
su desesperación se refugiaba en el bar donde estaba él, vigilante, anhelante,
hasta que finalmente acababa cobijándola en sus brazos, ella rendida ante él y
perdidamente enamorada…
Sacudió con fuerza la cabeza, era
demasiado romántico para este siglo que le había tocado vivir y para la
profesión que había escogido. Debería haber nacido en otra época y haber sido
juglar… Eso decía su madre.
Mientras tanto, un hombre alto,
fuerte y de pelo casi blanco vigilaba también los paseos de la mujer
desde un portal, al resguardo de la lluvia y de la luz de las farolas de la
plaza. Santi no se había demorado, bien al contrario, llevaba horas allí, su avión
no se había retrasado como le había hecho creer a Lulú.
Simplemente, tenía
miedo y ese miedo le impedía acercarse a ella. Lo que tenía que decirle, la
decisión que le habían obligado a tomar iba a hacerle mucho daño y él era un
cobarde, por esa razón estaba casi decidido a no aparecer, a seguir escondido
entre las sombras, esperando que Lulú terminara por marcharse a casa, pensando cualquier
cosa de él...
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